Esta mañana me ha dejado el tren en la estación Atocha de Madrid. Mientras corría perdida por una terminal grande y desconocida, la gente pasaba. Cada uno con sus propios afanes. Nadie para guiar o dar respuesta. Un guardia de seguridad me respondió "mira las pantallas"... Pasé las cintas de seguridad con un tiquete de un tren que ya había salido. Ya no había información sobre mi tren...
Estoy sentada en un café en Toledo. Un calentador en mis pies, el viento frío en mi espalda, un sabor agradable y cálido en mi boca. Tomé otro tren. No pasa nada. Estamos solos con nuestros afanes... ¡Y yo creo que está bien! No llegaré a un punto en el que "estar sola con mis afanes", sea un problema real... Puedo asumirme responsable en un mundo de horarios y reglas. Ese es el precio por vivir en el siglo XXI.
Empieza a hacer frío. Frío de ponerme el abrigo. Viajar es el 80% del tiempo sobrevivir. Creo que es eso lo que lo hace mágico. Es el regreso al modo primitivo, a nuestro pasado nómada y en constante alerta. Viajar en el siglo XXI, es regresar a ese estado, y estar, de cierta manera, protegido por un sistema. Una mujer en un mundo salvaje estaría en mucho más peligro que una mujer sola en un mundo "civilizado"... Con reservas de tickets por Internet, tarjetas de crédito, Google maps, Whatsapp, familia que te puede seguir los pasos, recomendaciones en Internet...
El otro 20% del viaje es el deleite de los sentidos. Crear una zona de confort suficiente para pararse a escuchar, saborear, sentir, cantar, escribir, respirar despacio. Siempre siento que vale la pena incomodarse por estos pequeños instantes de curiosidad, tranquilidad y diversión.
Yo digo que más que salirse de la zona de confort, es ampliarla... Para mí, salirse es absurdo. El confort te permite desarrollar hábitos de estudio, de entrenamiento, de pensamiento, te permite crear y crecer. A donde llego trato de construir un hogar temporal; por una semana, tres días o una noche. El hogar es cualquier lugar en donde puedo ser yo misma.